Todos los amantes al fútbol tenemos un primer recuerdo futbolístico de la niñez que nos causó algún tipo de impacto; el mío llegó al ver por la televisión a la Selección brasileña en el Mundial disputado en España en 1982.
Una calurosa tarde del verano de aquel año, me senté en el sofá de mi casa junto a mi padre y mi hermano pequeño, delante de la televisión, para ver por primera vez un partido de una Copa del Mundo. Jugaban, en el Estadio Benito Villamarín de Sevilla, las Selecciones de Brasil y de Escocia, y enseguida me llamó la atención el uniforme amarillo y azul de la ‘canarinha’; me gustó la estética de los jugadores y me apasionó la actitud de los aficionados brasileños, que aparecían bailando en las gradas a ritmo de batucada.
Con el desconocimiento de un niño de nueve años y bajo los primeros síntomas del magnetismo que imprimía aquel selecto grupo de magos del balón, le pregunté a mi padre “¿Los de amarillo son buenos?”. “No son buenos hijo; son los mejores” -me respondió sonriendo.
No habían pasado ni diez minutos de partido y yo me quedé absolutamente hipnotizado por el juego de aquel equipo; tenía la sensación de que todo iba muy rápido, que el balón no ofrecía la menor tregua y que aquellos extraños jugadores pelirrojos que vestían de azul iban a salir muy malparados de aquella magna exhibición.
Me impresionó sobremanera un jugador, Sócrates: alto, delgado, barbudo… me parecía que cada vez que cogía el balón se hacía el silencio y todos se quedaban mirando cómo realizaba su repertorio de pases. Recuerdo que mi padre me dijo: “Ese de barbas lanza los penaltis de tacón, sin mirar al portero”. “¡Oh, como haya un penalti me muero!”, pensé. Sócrates me fascinó, quedé impactado ante su elegancia a la hora de conducir la pelota. Recuerdo que el primer gol de Brasil lo marcó Zico, otro artista; posteriormente Oscar, Eder y Falcao hicieron el resto de los goles en un festival de fútbol y genialidad. Brasil era una versión futbolística de los Globetrotters, un grupo de artistas que no paraban de entretener a los aficionados con taconazos, pases y goles.
Cuando acabó el partido recuerdo la cara de mi padre sonriendo ante mi bendito estado de emoción: “Hijo, no vayas a pensar que esto es así siempre”. Cuántas veces me he acordado de esas palabras cuando el fútbol después me produjo tantas decepciones.
Pero sigamos con esos dulces recuerdos del verano de 1982. Con ese grado de suprema ilusión y ya enganchado al deporte rey, me dispuse a ver la clasificación de Brasil para disputar las semifinales del Mundial; jugaba ante Italia en el Estadio de Sarriá de Barcelona. El empate le valía a la “seleçao” para alcanzar el objetivo, pero Italia ganó. Paolo Rossi marcó el 3-2 faltando diez minutos para que concluyera el partido y Brasil quedó eliminada. Fueron mis primeras lágrimas provocadas por el fútbol; las imágenes de los aficionados brasileños llorando en las gradas de Sarriá me dejaron impactado, no me podía creer que acabase en ese momento la participación de la Selección brasileña en la Copa del Mundo.
Nunca olvidaré a aquella mítica Selección, ni tampoco aquel emocionante Mundial de España, ni las lágrimas de aquel pequeño de nueve años que consiguió emocionarse por primera vez con este precioso deporte.
© Antonio Muelas, 2014. { [email protected] }
FÚTBOLSELECCIÓN no publica comentarios ofensivos ni de mal gusto.
No hay nada más bonito que recordar los primeros momentos de fútbol en la niñez Precioso